Soledad

Cuando vió a su esposa, con aquella expresión de placidez dibujada en el rostro, supo que estaba muerta. Desde entonces, cada vez que el sueño le vencía, dormía con el único deseo de no despertar nunca más, de morir igual que ella, para que los recuerdos dejaran de torturarle y así marchar a su encuentro, vivir en aquella casa significaba una tortura diaria, cada rincón, cada objeto le recordaba a ella, no podía soportarlo durante más tiempo, aquel silencio persistente habría desquiciado a cualquiera, pero no a él. Su mente estaba en otra parte, quizá en un lugar entre el mundo de los vivos y el de los muertos, vivió así durante algunos años hasta que un día, abandonó la que había sido su casa y echó a caminar sin rumbo. La fría brisa y la escarcha fueron borrando todo recuerdo de su mente, paso a paso, fué acercandose a su destino, iba tan ensimismado que no se percató del intenso frío que castigaba su frágil cuerpo, y los últimos rayos arrojados por el sol en su ocaso fueron los últimos que recibiría. Anticipándose a las tinieblas, cruzó el bosque y caminó hasta que cayó fatigado entre las hojas, el barro y la nieve y el corazón le dio un vuelvo al vislumbrar una luz entre los árboles, una luz blanca como la luna, que se acercaba lentamente, tras la luz se adivinaba una silueta y cuando la tuvo delante, un resplandor iluminó la oscuridad del lugar, una mujer caminaba hacia él, toda ella vestida de blanco, sentía calor y notaba como sus párpados le vencían, sólo quería descansar, por eso se abandonó al sueño sin ofrecer resistencia alguna, con una sonrisa en sus labios.

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