Caminaba sin rumbo fijo,
sin saber donde se encontraba ni hacia donde encaminaba sus pasos, el palido
fulgor de la luna era su única guía, el viento zumbaba en sus oidos y una
espesa niebla flotaba a su alrededor, por alguna razón no podía detenerse,
simplemente caminaba sin cesar aunque no sentía el cansancio, tampoco le
afectaba el frío de la noche.
Traspasó la verja de
acero y se adentró a través de un jardín de estatuas y monolitos esculpidos en
marmol, y después de atravesar el lugar hasta su confín más recóndito, se paró
frente a una de esas rocas grises en cuya superfície figuraba una inscripción
con su nombre, el día, mes y año de su nacimiento y la fecha de su muerte; el
hazar lo había llevado una vez más hasta su casa.
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