No habían perdido la
esperanza de volver a ver a su hija con vida pese al tiempo transcurrido;
sucumbir a la resignación de su perdida habría significado la muerte anímica
del joven matrimonio. La pequeña llevaba cuatro años desaparecida desde que se
perdió en la frondosidad de aquel bosque cercano a la ciudad, pero su cuerpo
nunca fué hallado, y al no existir evidencias claras de su muerte, esta nunca
se produjo; poco importaban las bajas temperaturas nocturnas, las alimañas y
las duras condiciones de la naturaleza; aquella delicada criatura seguía con
vida oculta en cualquier lugar y volver a encontrarla era sólo cuestión de
tiempo.
Y así fué: era una mañana
soleada de Primavera cuando la vieron correteando por el parque; la observaron
desde lejos y corría de espaldas a ellos, iba vestida con el mismo impermeable
rojo que llevaba puesto el día de su desaparición, y tenía la capucha puesta,
igual que aquella fría tarde de Diciembre, tenía la misma estatura que cuatro
años atrás; su aspecto no había cambiado, el tiempo parecía haberse detenido en
aquella fatídica tarde de Invierno, pero poco importaban los detalles: la
emoción de aquel ansiado reencuentro nubló la cabeza de ambos de tal manera que
sin pensarlo dos veces, echaron a correr tras aquella figura encogida
llamandola a gritos por el nombre de su hija.
La mujer fué quedando
atrás, incapaz de seguir el ritmo de aquella carrera desaforada, poco a poco
fué perdiendo el resuello hasta que agotada y desfallecida, terminó cayendo al
suelo mientras repetía entre sollozos el nombre de su hija. Pero él prosiguió
su persecución a través del parque bordeando el embarcadero y pasando bajo la
estación metereológica, dejando atrás el zoológico y los museos hasta
internarse en lo más recóndito del parque, más allá del colector, donde dormían
los vagabundos. Fué allí, bajo el arco del puente donde pudo darle alcance; su
mente, perdida de emoción no veía más allá de aquel impermeable rojo y cuando
se agachó para abrazar a aquel ser diminuto, sintió una fuerte punzada a la
altura del corazón seguida de un intenso mareo que nubló su vista y enmudeció
sus pensamientos. El cuchillo se había hundido hasta la altura del mango, pero
antes de morir, pudo ver el rostro macrocéfalo y deforme que se ocultaba tras
la capucha; la mueca burlona de aquel enano vagabundo que seguía vistiendo el
mismo impermeable rojo que encontró cuatro años atrás flotando en el río
mientras merodeaba por aquel bosque a las afueras de la ciudad.
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