El túnel estaba oscuro;
ese oscuro de absoluta negrura que apenas permite distinguir lo que uno tiene
enfrente. El vagabundo se dirigía a su casa siguiendo el camino habitual tras
el paso clandestino a través del laberinto subterráneo que le llevaba hasta las
vías del túnel. Era la primera vez en veintisiete años que se encontraba todas
las luces del túnel apagadas, lo que le obligaba a emplear al máximo sus
facultades mermadas por el alcohol.
Vió las luces del primer
tren y se arrimó a la pared todo cuanto pudo, la mole cruzó frente a él a toda
velocidad, enguyendole como un vendabal que le obligó a cerrar los ojos
aferrandose a la pared con todas sus fuerzas, era imposíble acostumbrarse a esa
sensación por más veces que la experimentara, la de verse convertido en un
insecto a punto de ser aplastado por una mole gigantesca.
El tren pasó dejando tras
de sí un viento arrollador pero lo peor
ya había pasado, a lo largo del trayecto que le llevaba hasta su escondite con
mantas, colchon, agua corriente y luz, aun se toparía con dos trenes más, o uno
solo, dependiendo del ritmo que llevaran sus pasos, de modo que aceleró su
marcha todo cuanto pudo, pero a los pocos metros, algo le frenó en seco, y no
era ese temblor característico que le alertaba antes de divisar los faros del
tren sino algo completamente distinto: parecía ese chillido característico de
las ratas pero multiplicado por diez; apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando
en la absoluta oscuridad del túnel, distinguió la forma de aquel ser gigantesco
pasando junto a él a toda velocidad, habría asegurado que aquel ratón superaba
los diez metros de tamaño pero: ¿Quien le iba a creer si contaba esto a
alguien? le volverían a encerrar durante otra temporada y lo atiborrarían otra
vez a calmantes.
Cuando pasó el siguiente
tren, el brillo que despedían sus faros pareció agrandarse hasta alcanzar
proporciones quiméricas; el suelo tembló de tal manera que su cuerpo saltó por
los aires y volvió a caer amortiguando el impacto con su abdomen, era tan
descomunal el tamaño de este tren que sólo las ruedas ya tenían la altura de
una casa de cinco plantas, abarcar su envergadura con la vista era imposíble
desde su perspectiva por mucho que intentara alargar su cuello que por otra
parte notaba completamente rígido e inmóvil. Esta vez no tuvo tiempo de
alcanzar la pared, pero ni un insecto se habría agarrrado al suelo con tanta
firmeza, por otra parte, la oscuridad había dejado de ser total y el espacio
que se abría a su alrededor le ofrecía un sinfín de huecos y oquedades en las
que no había reparado antes. El vendabal que provocó este tren a su paso removió
el suelo dejando al descubierto una fuente casi ilimitada de alimento, los
otros insectos que revoloteaban a su alrededor no eran lo suficientemente
grantes como para arrebatarle la comida, las distancias parecían prolongarse
hasta el infinito pero ya había perdido el interés por llegar a ninguna parte,
cualquier hueco entre las vías podía servirle de refúgio y sus seis patas le
permitían trepar por las paredes y caminar durante horas sin que el cansancio
hiciera mella en él; arrastrarse sobre el abdómen tenía muchas ventajas, sus
largas antenas le permitían guiarse y
explorar su entorno, su duro caparazón le protegía de los gigantescos roedores;
bien mirado, no estaba tan mal ser un insecto.
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