Aquella noche: la congoja comenzó a asaltar mi imaginación: no recordaba
el tiempo que llevaba allí encorvado sobre mi asiento; casi agazapado y
abrumado por un aluvión de recuerdos y de pensamientos imprecisos; podían ser
horas, dias o semanas. La casa de viejas maderas me parecía ajena a mi
propiedad; los techos bajos daban al recinto una falsa sensación de amplitud,
la luz escasa de los cirios desgastados hacía mas imprecisos los límites del
recinto y más sospechosos todos los rincones; me sentía inquieto y acechado por
alguna clase de presencia que pronunciaba mi nombre desde la distancia
llamandome a su encuentro.
Fué la persistencia de aquella voz lo que despertó en mí el deseo de
reunirme con ella. Las tinieblas del corredor se deslizaban en frías bocanadas
bajo las paredes estrechando su debilitado cerco a mi alrededor. El pálpito del
candil espantaba por momentos el asedio de las sombras pero estas volvian a mi
paso inundando cada angulo y cada vertice. Mientras descendía por el estrecho
pasillo de escaleras que conducía a la cripta familiar las mil garras de las
tinieblas me atenazaban la ropa. Sólo al llegar a la alcoba donde ella dormía
su eterno reposo las sombras parecieron disiparse. Pero aquel resplandor cegó
mi vista momentaneamente; aquel destello palido y blanquecino me daba la
extraña certeza de que ella seguía viva: envuelta en su blanco sudario con la
mirada serena: parecía reposar inmersa en un placido sueño, pero al oirme
entrar ladeó la cabeza y abrió los ojos sonriendo tenuemente. Sus labios
rosados se curvaron entreabiertos y su voz aunque tenue ya no sonó en mi mente.
Dijo:
-Me alegra que hayas vuelto: ven, tumbate a mi lado: este es tu lugar;
nuestro lugar
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