Nuestro destino estaba escrito, de modo que casi resulta innecesario que
les hable de Luís; de su mirada inquieta, de sus ojos abyectos que bien podría
ser mi viva imagen reflejada en el espejo, de la misma forma que ya no me
apetece hablar de los lugares donde nos criamos; de un mundo demasiado viejo y
gastado para frenar el ímpetu de nuestros corazones inquietos. Recuerdo los
largos inviernos de nuestra infancia; recuerdo con vivida lucidez toda la calma
y reposo de aquellas estancias que olían a claustro: la tenue luz de las
ventanas era una brecha abierta en la penumbra. Hasta que una de aquellas
tardes, mientras buscábamos la unión de nuestras mentes: de mis labios surgió
la primera imprecación.
Invocamos juntos al maligno y luego el tiempo nos llevó lejos; de una
parte a otra de nuestras vidas. Entonces supimos que nuestro destino estaba
unido de forma irrevocable y los dos nos sumamos a la invocación: yo intentaba
repeler sus abrazos y entre forcejeos: el nombre entró y salió una y otra vez
de nuestras bocas: fué la noche en que cayeron las mascaras; solos el y yo:
víctima y verdugo fundidos en un rito ancestral; mis manos apretando su cuello
y las suyas oprimiendo el mío; consintiendo nuestro mutuo sacrifício: era el
precio a pagar tras haber sellado el pacto...
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