Desde el mismo día en que me puse a trabajar en la cocina de ese maldito
restaurante, mi vida se convirtió en un suplício: pasaba allí la mayor parte
del día trabajando como un exclavo y el poco tiempo líbre del que disponía me
lo pasaba contando las horas y los minutos que restaban para reemprender mi
descenso a los infiernos en un intento
vano por dilatar el tiempo que siempre transcurría como en un suspiro y sin
embargo, las horas que estaba en la cocina se hacían interminables; los platos
se acumulaban en montones que cada vez se hacían más altos, y por más que lo
intentaba, no lograba sacarmelos de encima.
El encargado parecía dedicado en cuerpo y alma a hacerme la vida
imposíble; sus tacticas para menoscabar mi autoestima eran tan sencillas como
eficaces: me ordenaba tareas superfluas cuando más tarea tenía por delante, no
me quitaba los ojos de encima; cada vez que levantaba la vista del fregadero,
me lo encontraba detrás mío mirandome con expresión de reproche, no cesaba de
regañarme, y lo hacía de forma sistemática y desproporcionada escogiendo
cualquier detalle o inventándoselo en su defecto. El cocinero y sus ayudantes
asistían a estas escenas mudos de compasión y yo soportaba estas humillaciones
sabiendo que no podía replicarle pues necesitaba ese trabajo para subsistir.
Un día, envalentonado por la impunidad con la que actuaba y viendo que
yo aguantaba todas sus ofensas con resignada estoicidad, la emprendió con los
ataques hacia mi persona y hasta se permitió algunos conatos de agresión; jamás
había llorado al llegar a mi edad adulta y ese día llegué a derramar verdaderas
lágrimas de desesperación que procuraba disimular a toda costa.
Pero la situación fué incluso a más cuando, torpe y descoordinado, hice
un gesto en falso volcando un montón de platos que se hicieron añicos al chocar
contra el suelo, entonces, él descargó toda su rabia sobre mí abofeteandome
repetidas veces con las manos abiertas mientras elevaba el tono de sus
reproches hasta unos niveles inasumíbles. Quiso la casualidad que en ese
momento me encontrara limpiando los utiles de cocina y en ese instante súbito
donde cualquier acto es posíble, vi proyectarse toda la ira acumulada en la
gruesa hoja del hacha de cocina que se hundió en la frente de mi torturador,
emitiendo el mismo chasquido que producía su afilada hoja sobre la tabla de madera
mientras tronzaba las costillas para las chuletas. De pronto, se hizo el
silencio, un silencio monastico que no había escuchado en meses, pues las voces
que aullaban en mi mente tambien callaron por completo.
Entonces, hizo su aparición el cocinero secundado de sus ayudantes, los
cuales se habían ausentado del lugar, como solían proceder habitualmente cuando
la tensión del ambiente se tornaba insoportable, y viendo la escena, se miraron
entre ellos con gesto pensativo hasta que, quien ostentaba mayor rango resolvió
la situación frotandose las manos y diciendo:
-Será mejor que nos pongamos manos a la obra; tenemos mucho trabajo por
delante.
Y durante las siguientes semanas, no faltó el suministro de carne picada
en la cámara frigorífica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario