La
fotografía siempre fue una de mis mayores aficiones; siempre que me mudaba de
residencia tenía por costumbre plasmar en papel todas las partes de la casa. Yo
sabía todo lo que tenía que saber de fotografía, como revelados, tipos de papel
etc. Y disponía de todo lo necesario para su elaboración. Mi padre me enseñó el
ofício desde pequeño, y cuando él murió, todo el material pasó a pertenecerme.
Mi casa
disponía de un gran salón con cocina y un largo pasillo con cuatro habitaciones
y dos cuartos de baño. Fotografiaba las habitaciones desde diferentes perspectivas.
Un día me puse a fotografiar una de las habitaciones que quedaba al fondo del
pasillo; un cuarto oscuro cuyas ventanas daban a un laberinto de calles que se
desenmarañaba bajo un laberinto de estrellas. Tenía la impresión mientras
miraba a través del objetivo de que me encontraba muy lejos de todo aquello, y
lo que sucedía al otro lado de la cámara no guardaba relación alguna conmigo,
aunque mi instinto me decía que acabaría afectandome profundamente. Creí ver
unas figuras borrosas que lentamente iban ocupando aquel espacio, y mientras
observaba aquella escena, tuve la sensación de que no era yo el espectador sino
el objeto sobre el que se centraba la atención de docenas de ojos invisibles.
Cuando
revelé las fotos aparecieron las caras: unas mostraban piedad, otras tristeza,
maldad, angustia, dolor, horror; esto empezó a obsesionarme; no comía ni
dormía, vigilaba mi territorio como un perro guardián.
Los veía por todas partes; a todas horas; usurpaban mi espacio y querían echarme de allí como se expulsa a un intruso, por eso cuando vacié aquel bidón de gasolina y prendí fuego a la casa, supe perfectamente lo que hacía; he pagado el coste de aquel acto con mi reclusión, pero los rostros que ví a través de las llamas ascendiendo y evaporandose con el humo, eran claros en sus expresiones y en los sentimientos que transmitían mudos hacia mí: yo les había liberado, y con mi acto: acababa de proporcionarles la paz que tanto añoraban.
Los veía por todas partes; a todas horas; usurpaban mi espacio y querían echarme de allí como se expulsa a un intruso, por eso cuando vacié aquel bidón de gasolina y prendí fuego a la casa, supe perfectamente lo que hacía; he pagado el coste de aquel acto con mi reclusión, pero los rostros que ví a través de las llamas ascendiendo y evaporandose con el humo, eran claros en sus expresiones y en los sentimientos que transmitían mudos hacia mí: yo les había liberado, y con mi acto: acababa de proporcionarles la paz que tanto añoraban.
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