Nos casamos y nos fuimos al piso a vivir. Allí
el alquiler era más barato que en el centro. Vivíamos entre enormes edificios
rectangulares que se alineaban multiplicando su simetría hasta donde se perdía
la vista, lejos de nuestros trabajos respectivos; para llegar allí debíamos
tomar el tren de cercanías, un autobús y el metro, y para poder llegar sin
retraso debíamos levantarnos antes de las seis. Nuestros gastos, una vez
descontados los desplazamientos, las facturas y la comida, se limitaban a lo
mínimo y los Domingos los pasábamos en casa intentando recuperar el sueño
perdido durante la semana. A los pocos meses comenzaron las desavenencias; al
año y medio nació nuestra primera hija, mi mujer comenzó a perder la silueta y
a engordar. Solía irritarse a menudo y se alteraba con gran facilidad.
Una mañana de Domingo no lo pude soportar más
y salí de casa dando un portazo; una vez fuera eché a andar sin rumbo por la
avenida vacía que se extendía larga y recta como dos murallas de edificios
gemelos. No era la riña reciente lo que me había hecho obrar así; me sentía
desasosegado por todo; percibía mi vida como un transito amargo carente de
perspectivas; un abandono contínuo de mis sueños y aspiraciones; un sacrifício
forzado por el que no iba a obtener compensación alguna.
Cuando llegué al ultimo tramo de calle, me
sorprendió constatar que nunca había estado allí pese a vivir en aquel lugar;
miré hacia atrás y ví los bloques de viviendas alineados con sus ventanas en
hilera como los nichos de un panteón y pensé que tal vez aquello era realmente
un cementerio; un lugar donde marchitarse y ser olvidado mientras el mundo gira
indiferente a tu alrededor.
Seguí caminando; atravesé un largo puente por donde circulaba un río de
aguas que olían a cloaca y a medida que me iba adentrando en aquella tierra de
nadie todo mi entorno se degradaba
formando un mosaico de estructuras rectangulares en abandono; paredes
onduladas que una vez fueron blancas unidas por hileras de remaches se exhibían
ante el observador ocasional luciendo parte de la estructura metálica que las
sostenía; otros edificios más antiguos construidos sobre ladrillo ennegrecido
mostraban también su abandono con el consabido tapiado de puertas y ventanas principales
y el desmoronamiento parcial de su estructura; en los lugares donde dominaba el descampado apenas podían
distinguirse las partes en construcción de las demoliciones; lo nuevo y lo
viejo se entremezclaba formando cortes vagamente rectangulares sobre un lecho
de tierra removida y de cráteres lunares.
Comencé a
desesperarme; quería salir de allí a toda costa, pero no de aquel lugar en
concreto: mi mente anhelaba huir; burlar mi destino, escapar de todo aquello.
Llegué hasta donde la tierra parecía dividirse en dos mitades cortadas por los
surcos paralelos de la vía del tren. Un lejano zumbido precedía su llegada; me tumbé apoyando
la nuca en la vía y esperé.
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