El cobaya


El tiempo se hace eterno en aquel ciego cajón que es arañado desesperadamente desde adentro, es un zombi, no tiene noción de quien es o que hace, tan sólo vive. Su boca está reseca, tiene hambre, está sediento y sucio, solo quiere moverse y sentir el calor del sol; es un zombi de la vida real. Transcurrida una semana, alguien cava en el cementerio bajo la luz de la luna, descubre el ataúd y abre la tapa con cuidado, levanta el cuerpo en brazos y lo lleva hasta la carretilla.
Amarrado a una pared con una cuerda que cubre todo su abdomen, recibe su primer tratamiento. Al día siguiente, sale de paseo con la cuerda atada a su cuello, la gente lo mira con recelo; el joven aun no tiene conocimiento de su existencia; es un ser que camina entre espasmos movido por impulsos eléctricos.
Regocijándose con su obra, el joven científico apunta exhaustívamente cada cambio producido en el tratamiento y cada elemento químico empleado en su experimento, observa detenídamente los cambios psicomotrices de su cobaya humano esperando ansiosamente una señal que pueda interpretarse como un progreso visíble, lleva semanas preparando ansiosamente su doctorado que presentará ante los rectores de la facultad como la prueba de que la vida puede renacer tras la muerte, cree firmemente que lo hace en nombre de la ciencia y nadie podrá acusarlo de nada.

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