El timbre de la puerta había estado sonando de manera insistente, como
no suelo esperar a nadie a esas horas, dejé transcurrir el tiempo, pensando que
el molesto intruso acabaría desistiendo de su objetivo y marcharía reanudando
su objetivo en otro portal, pero algo me indujo a pensar que seguía allí
plantado frente a mi puerta. Me levanté y desde la mirilla, escudriñé para
escanear al inesperado visitante con la seguridad que da el observar sin ser
observado. Ví a un hombre con una melena larga y ondulada, de un color castaño
rojizo que le nacía desde la parte más alta de la frente. El perfil derecho de
su rostro dejaba entrever una ceja cobriza y poblada y larga, la nariz aguileña
y unos maxilares muy marcados adornados por una patilla fina que descendía
hasta juntarse con la perilla.
El tipo llevaba una especie de capa negra que recorrí en su longitud hasta llegar al final de la prenda, que
acababa a la altura de sus tobillos y cuando llegué al suelo, sentí como un
escalofrío me recorría el espinazo...Ese tipo no no llevaba zapatos, ni
siquiera iba descalzo: lo que ví era algo parecido a las pezuñas de una cabra.
En ese instante el rostro del hombre avanzó hasta la mirilla, como si estuviera
observandome desde afuera. Un gran ojo cristalino me observaba desde el otro
lado de la puerta. Mis orificios nasales se dilataron en el acto, el aire
colapsó mis pulmones, comencé a retroceder apartandome de la puerta, moviendome
como si mis huesos fuesen piezas rígidas y sin articulaciones. La puerta se
abrió con violencia inusitada, dejandome a merced de la bestia y llegó una
secuencia de segundos malditos durante los que permanecimos manteniendo
nuestras miradas, sintiendo la salvaje y amenazante mirada de esos penetrantes
ojos sobre mí, y en los que pude observar, que debajo de la capa abierta, latía
un torso desnudo, poblado de vello animal, el mismo que abrigaba sus patas
tensas de cabrito. Con la mano derecha, dotada de largos dedos de los cuales
nacían uñas, negras, pétreas y largas, apretaba firmemente el mango de un gran
cuchillo, cuya punta acerada señalaba hacia mí.
Abrí lentamente los ojos. La luz del día iluminaba la estancia, la
televisión estaba apagada y yo estaba sentado en el sillón con la cabeza
ladeada y las piernas estiradas sobre la mesa. Notaba un tenso dolor cervical
en el lado sobre el que había permanecido recostado y una molesta insensiblidad
en las piernas pero por lo demás, todo parecía discurrir sobre los adorados
cauces de la rutina cotidiana. Iba a mirar el reloj para saber si había faltado
una vez más al trabajo cuando un sonido estridente rompió el silencio en mil
pedazos...era el timbre de la puerta.
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