El convento significaba la
paz y el sosiego para muchas almas descarriadas y mentes atormentadas, la
mayoría eran ya ancianas pero las recien llegadas encontraban acomodo y
satisfacción entre aquellos muros, sus ocupaciones abarcaban los rezos, el
cuidado de la granja o plantar y recoger los frutos del huerto, todas se
entregaban a sus obligaciones con humildad y abnegación. Pero un buen día, la
pacífica rutina de aquellas monjas se vió truncada de forma inexplicable: las
vacas daban leche agria, las gallinas ponían huevos en mal estado y las
hortalizas florecían resecas, la vida dentro de aquel edifició se fué
deteriorando y surgieron nuevos incidentes: los codices de la biblioteca caían
de las estanterías, los platos estallaban al tocarlos, aparecían manchas en las
paredes con formas claras y definidas, estos hechos desataron el miedo y la
histéria, pues todas concluyeron que aquel fenómeno debía ser obra del demonio:
algunas novícias marcharon renunciando a sus votos, las que se quedaron
abandonaron sus obligaciones y se escondieron tras los barrotes.
Los últimos días en aquel
convento fueron delirantes: los objetos se movían sólos y se escuchaban golpes
procedentes del subsuelo, las monjas despertaban con sus ropas desgarradas y
violentos arañazos, todo ello acompañado de un denso frío que calaba hasta los
huesos. Una noche se reunieron todas en la capilla para rezar ante de un gran
crucifijo de madera, de pronto un siniestro temblor azotó el lugar, la cruz se
desplomó abriendo un gran boquete en el suelo y los temblores cesaron dejando
al descubierto una fosa oculta repleta de embriones humanos fosilizados que
actos equívocos, retorcidos o piadosos habían marcado con su estigma el pasado
del lugar.
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