El hombre que se mantenía en
el borde del acantilado parecía una estatua de acero labrado anclada en el
lugar para velar por los marineros que extraviaban su rumbo por las aguas
traicioneras en las traicioneras, se mantenía imperturbable, ajeno al frío y al
fuerte viento y a las olas que se estrellaban contra los atolones.
El sol comenzó a derramar
sus rayos por el horizonte marino anunciando la llegada del día, bastó un leve
parpadeo de luz para que aquella figura desapareciera como si la hubiese
engullido el aire, convertida en una nube de cenizas cuando el sol derramó todo su esplendor sobre él.
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