El motel



A esas horas de la noche, con la tormenta que estaba cayendo, pensé que lo más sensato era parar y descansar en el primer motel que encontrara... y el hazar me llevó hasta allí: sobre la entrada, un parpadeante letrero luminoso me invitaba a entrar y ponerme a resguardo. El recepcionista, impávido, se dio la vuelta y de un viejo mueble recogió un llavero de madera con el número de la habitación impreso en relieve, señaló con el dedo a las escaleras y sin mediar palabra, se dió la vuelta y desapareció tras el mostrador.
Mi habitación estaba al final de un largo pasillo, la puerta se abrió chirriando y dejé la bolsa de viaje sobre la cama. Después de echar un vistazo al baño me asomé al pasillo de donde provenía el ruido de una pelota rebotando contra el suelo. Allí pude ver a un niño dando patadas a un balón. Pese a mi insistencia en reconvenir su comportamiento, el pequeño no parecía escucharme, y en medio de esta vorágine, la luz del pasillo, al igual que la de todo el edificio, se apagó. La pelota dejo de sonar y regresé a mi habitación, casi a tientas encontré mi teléfono y con la tenue luz de la pantalla encendida, salí a buscar el cuadro de luces cuando ví el rostro pálido de un niño observándome desde el pasillo, le acompañaba el recepcionista del hotel de quien pude apreciar que no tenía piernas y que su tronco flotaba en el aire. Presa de pánico, salté por la ventana de mi habitación, caí rodando sobre una cubierta de ladrillo que amortiguó el impacto de mi caida y me precipité sobre la grava mojada, cojeando me avalancé sobre el coche, saqué las llaves del bolsillo y lo puse en marcha escapando de allí a toda velocidad.

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