Íbamos con
el coche de mi padre y como era de esperar a esa hora de la madrugada la
carretera estaba vacía, aun no sé si fue por la emoción del concierto o por el
hecho de estar cometiendo un acto prohibido pero pisé a fondo el acelerador, la
euforia me había cegado.
Pasábamos
por una curva muy cerrada y tardé en reaccionar, el coche salió de su ruta y
empezó a rodar descontroladamente.
Cuando
desperté, Mónica gritaba torturada por el dolor, Cyntia gimoteaba debilmente,
pero Noa yacía en silencio confundida entre la masa retorcida de metal. Yo
estaba afuera, no llevaba el cinturón abrochado y esto me había salvado pues
mientras el coche giraba dando vueltas por la cuneta, se abrió la puerta
lanzándome despedida, pude levantarme fácilmente pues había caido sobre un
lecho blando de tierra. Mi reacción al despertar fué correr hacia el auto, pero
algo me frenó, y esto me salvó por segunda vez no, ya que un remanente del
encendido prendió la gasolina que había desprendido el depósito y el coche
estalló en llamas. Nunca podré olvidar el lamento redoblado de mis amigas y sus
rostros devorados por el fuego.
Han pasado
años de aquello y aunque mi paso por el reformatorio ha cambiado mi carácter,
no ha podido borrar los recuerdos que me siguen atormentando, no dejo de pensar
que debí haber acompañado a mis amigas en aquel trágico accidente porque ellas
se me aparecen noche tras noche frente a mi cama envueltas en llamas y jurando
venganza. Creo que estoy a punto de enloquecer.
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