Los agudos
llantos del pequeño le habían despertado de nuevo. Aún bostezando fué hasta la
cuna, al entrar en la habitación sintió como un olor nauseabundo inundaba sus
fosas nasales, sensación que fué acentuandose mientras realizaba el acto
mecánico de mecer la cuna. Pero como el llanto seguía, cogió al bebé entre sus
brazos, lo cual pareció calmarle. Se preguntaba por qué lloraba todas las
madrugadas y por aquella extraña sensación que la invadía cada vez que entraba
en ese cuarto. A la noche siguiente, los llantos volvían a escucharse,
sobresaltada, corrió hacia el cuarto del niño y abrazó al pequeño
estremeciendose al ver que el rostro de su hijo había cambiado, su cara era
grís; dos cuencas vacías ocupaban el lugar de sus ojos y tenía una siniestra
mueca que vagamente parecía una sonrisa, examinó a su hijo y al levantar la
pequeña camisa, se horrorizó al descubrir su cuerpo hinchado y repleto de
moratones ulcerosos que despedían un olor hediondo. La joven exhaló aire y
marchó al cuarto de baño con el bebé en brazos, abrió el grifo de la bañera y
se dispuso a sumergir al niño en el agua para volverlo a purificar; su pequeño
cuerpo debía permanecer mucho tiempo inmerso en agua caliente, sólo así
desaparecería el mal que lo estaba corrompiendo...
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