Cada vez que pasaba
frente a la vieja casa, bajaba la mirada para no ver a la anciana cuyo rostro
le sonreía a través de la ventana con su mueca retorcida, el niño corría hacia
su casa sin mirar atrás, pero la presencia de la mujer lo acompañaba durante
todo el trayecto; tenía en su mente su rostro ajado y surcado de arrugas y
verrugas exhibiendo esa diabólica
sonrisa que lo carcomía por dentro cada vez que la anciana lo miraba fijando
sus ojos en él. Al final de la calle empezaba el bosque, paso obligado que le
llevaba hasta su cabaña, y este era tan oscuro y aterrador que su mente jugaba
de forma involuntaria creando bromas tan macabras como pesadillas fuera del
sueño, el niño era perseguido por siluetas que le esperaban agazapadas entre
los matorrales, las ramas de los arboles se convertían en garras largas y
huesudas.
Antes de llegar a su casa
debía atravesar un riachuelo, si el bosque era aterrador, las aguas del
torrente y el sonido de las ranas le traía ecos de voces lejanas de ultratumba.
El niño pasaba corriendo a pleno pulmón para recorrer el trayecto lo antes
posíble. Pero por más que corriera, esas sombras y esas voces le seguían hasta
laa propia puerta de su casa. Alguien le contó en cierta ocasión que en la casa
donde vivía la vieja solían escucharse
gritos desgarrados y que si acercabas la vista a través de la ventana, podías
ver como acariciaba un muñeco mientras con un cuchillo lo llenaba de agujeros.
Esa risa maniaca y esos ojos ausentes de cordura perseguían al pobre y
desdichado niño desde la salida del colegio hasta la puerta de su miserable
cabaña.
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