Desde que llegué a esa
ciudad no tuve demasiado tiempo para mí mismo, pero esa noche era mía y pude
dedicarme a lo que más me gustaba: pasear por el cementerio, ver las estatuas,
leer las inscripciones de las lápidas, compartir la soledad de aquellos que
yacían bajo tierra. La luna brillaba con todo su esplendor y me acompañaban los
maullidos de los gatos. El cementerio estaba cercado con un muro alto e
iluminado con farolas de luces tenues, tenía un amplio panteón en el centro,
criptas familiares repartidas por todo el recinto, cientos de lápidas sobre
hierba húmeda y paredes de cemento con pequeños habitáculos para ataúdes, una
ciudad con sus propios barrios y separada por clases sociales. A lo lejos, en
un recodo del muro que rodeaba el cementerio, observé un detalle que captó mi
atención de inmediato: era un pequeño templo circular adornado por arcos de
ojiva y coronado por una boveda, fué en aquel momento cuando escuché un grito
ahogado proveniente de allí. Mi inmediata reacción fué acudir corriendo en
ayuda del que gritaba. Subí los tres escalones de la cripta, empujé repetídas
veces la puerta que para mi sorpresa cedió con relativa facilidad, entré y pude
vislumbrar al fondo una silueta negra agachada sobre otra que estaba tumbada en
el suelo, la oscuridad del lugar no me permitía distinguir mucho más. La
silueta se puso en pie y caminó hacia mí lentamente, retrocedí sobre mis pasos
quedándome al pie de los escalones, y cuando quise darme cuenta, ya tenía la
sombra frente a mí, envolviendome con su manto etéreo de negrura.
Transcurrieron horas, días quizás, y cuando desperté, todo había cambiado; yo
ya no era el mismo, y el mundo que me rodeaba tampoco, ahora este cementerio es
mi casa; vivo en la frontera de dos mundos exclavizado por una sed irrefrenable
de sangre humana.
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