El velatorio



El tirano yacía muerto. Reposaba sobre su lecho de eternidad. Parecía dormido, como en aquellas tardes interminables de Domingo en que solía permanecer tumbado en su sillón, frente al televisor. Pero ahora su semblante estaba petrificado en una falsa mueca de placidez que apenas lograba disimular el maquillaje a pincel que le adormaba. Su rostro severo, ausente de piedad por sí solo, imponente en su expresión, parecía vigilarme desde el más allá. Algo de él perduraba en lo intangíble. Pensé que así hubiera sido yo de haber vivido en su tiempo, y que las arrugas de mi rostro estarían ahora en el suyo si me hubiese tocado vivir en su tiempo de privaciones y de sufrimiento.
Nada que añorar de el y mucho que reprocharle, empezando por una infancia que me fué negada de raiz bajo su atenta mirada, la rígida correa de piel colgada de un gancho y el dolor intenso de sus azotes, la muda resignación de mi madre a quien llevó a una muerte prematura, el sonido atronador de su voz que a ratos se tornaba gutural, su obsesión con regalarme una vida de austeridad monacal a imagen y semejanza de la suya convencido que eso contribuiría a forjar mi caracter, su negativa a ocuparse de mi manutención cuando alcancé la mayoría de edad. A él debo la solidez de mis convicciones por ser contrarias a las suyas, mis princípios humanistas y una personalidad sin fisuras. Pensé que nunca le iba a echar en falta.
El velatorio tocaba a su fin, estaba amaneciendo. Pronto vería el cuerpo de mi padre por última vez, antes de que la tierra se lo tragara como tantas veces deseé en vida. Repentinamente, ante mi espanto, papá se incorporó de su ataúd, abriendo sus ojos cristalinos ausentes de cordura mientras mi corazón golpeaba las delgadas fibras de su entorno y mi mente pugnaba por evadirse de la evidencia que era incapaz de asimilar.
Me agarró de las muñecas con sus rígidas y huesudas manos y comenzó a gritarme con una voz que parecía un eco flotando en el aire:
-¡La vida nunca termina hijo mío! ¡Nunca! ¡En la muerte se cumplen todos nuestros miedos! Todas las historias que has oido son ciertas...el infierno existe y es un lugar indescriptíble... ¡Perdóname por haberte traído al mundo, hijo mío, perdóname!
Y dicho esto, volvió a desplomarse inerte y en silencio sobre el forro acolchado de su ataud. Y así fue como descubrí que lo que motivó el comportamiento lesivo de mi padre fué la voluntad de prepararme para lo que me espera tras la muerte.


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